Leonard Quercus Registrado: 13 Dic 2006 |
Publicado: Lun Jul 23,
2007 2:02 pm
Asunto: ROMUALDO GARRIDO: DRAMA EN TRES ACTOS
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Palamoss estaba sudado,
como lo ha estado siempre, pero cautivó desde la primera
vuelta el corazón de Romualdo por su físico de pastorón y la
enorme cabezota de aristócrata, que tiene más de las cabezas
de los caballitos de mar que de las cabezas de los pura
sangre. Tolo Gelabert, que había sido muchas veces el
jockey de Gilgamesh, lo habría de montar con un peso de
cincuenta y cuatro kilos y medio, y sin forzarlo un ápice, ya
que los propietarios de la Cuadra Cascorro tenían la sana
intención de llevar al potro despacio para que afrontase con
paso firme los retos futuros a los que estaba llamado desde su
nacimiento en la verde Irlanda. Palamoss no iba a hacer
nada esa mañana, como queda ya sabido, pero desde entonces y
hasta el Gran Premio de Madrid de 2007 no hubo día en que
Palamoss no saliera a la pista sin que Romualdo Garrido se
imaginase a sí mismo por ser el descubridor como el
propietario moral del hijo de Palavera, como aquí nos pasa un
poco a todos con el portentoso Tough of Kintyre, el
impresionante équido defensor de los colores de Greyreport.
Tanto fue así que el día que Palamoss ganó el Derby del
2006 conducido por un avispado Jorge Jarcovsky, Romualdo fue
el único en La Zarzuela que al primer paso por meta se
destrozó los nudillos aplaudiendo al ver a su favorito
conducir a un paso que sólo él no veía que era de cabra a un
pelotón en el que Adrianus y Touching the Void caminaban en
conserva. Y le faltó poco para partirle en la cabeza tras la
prueba el anacrónico bastón con puño de plata que se le hizo
ineludible desde que se lo regaló el del Fuchs en el 85 a un
adolescente con el cráneo rapado al cero y gafas de sol al que
escuchó decir a su paso que ese mazacote alazán sólo había
ganado un Derby de mierda que parecía más una cabalgata de los
Reyes Magos que uno de los mejores premios de la temporada.
Palamoss le recordaba a Romualdo Garrido a Malandrín, un
hijo de Squeeze Play y Piernecitus Breakers, por Don´t Give
Up, que Romualdo le había comprado a un jovencísimo Alejandro
Calonge tras una sobremesa de café, purito y copa en la que
ambos aún no podían conversar de las hazañas bélicas que iba a
protagonizar a mediados de la década de los ochenta Millikan
en el Hipódromo de Pineda. Malandrín, que tenía el mismo
color sosegado que Palamoss y las mismas hechuras de
estibador, no pasaría nunca de caballo de hándicap, aunque
Romualdo contó siempre al que se lo quiso oir que Malandrín
era el caballo favorito de Enrique Tierno Galván, porque una
tarde en que el recordado alcalde había acudido al Hipódromo a
entregar un trofeo gordo y durante un paseo corto del viejo
profesor y su cohorte por la zona de los boxes antes de la
jornada, Malandrín, haciendo honor a su nombre y aprovechando
la poca experiencia de un mozo recién contratado por don
Fulgencio de Diego, salió en estampida de su caseta dando un
salto de impala hacia la Puerta de Maravillas, y no hubo poder
humano ni divino capaz de reducirlo hasta que Enrique Tierno
emitió dos silbidos de guanche que nadie supo nunca de dónde
se sacó y Malandrín, reconociéndolos en el aire, se vino aún
más rápido de lo que había corrido antes a saludar amoroso al
alcalde de la movida ante la mirada perpleja y espantada de
buena parte de los escoltas. Fueron aquellos buenos
tiempos para Romualdo: su época grande. Lejos quedaba
todavía el sábado aciago en el que una lesión acabaría con la
vida de Gilgamesh, Malandrín -que pese a ser bastante inquieto
desde su nacimiento en la Yeguada de El Ventorrillo era un
animal extraordinariamente noble- aún no presentaba los
síntomas de la preocupante enfermedad que le forzaría a
retirarse, su colaboración (la de Romualdo) con el irrepetible
Fulgencio de Diego estaba en su punto álgido, los tumores
malignos eran fatalidades que sólo le ocurrían a los otros, y
el Hospital del Monte Horeb, y concretamente la sala donde
Romualdo años más tarde habría de tomar la decisión de no
llegar al final inválido, solo y triste, sólo eran
dependencias remotísimas en el vasto y silencioso espacio
sideral. Gilgamesh fue elegido el caballo más querido de
la temporada de primavera en el año 1981 por delante de
Revirado, el negrillo incombustible de Jorge Antonio, en una
clasificación no oficial que se hizo entre muchos de los
mejores aficionados de aquellos tiempos. Tras un recorrido
poco afortunado en el Francisco Cadenas anterior, un período
de asueto y una toma de contacto apacible en el Premio
Truchimán, las victorias incontestables en el Montesquinza y
en el Premio Infante Gerineldo, batiendo en esta última el
récord de la prueba haciendo gala de un poderoso rush final
que no se había visto en Madrid desde los días de Colindres,
le habían granjeado las simpatías de la afición, y habían
conseguido que los primeros espadas de la prensa turfística de
la época, Miguel Ángel Corcovado y Jose Félix Dorado Bermúdez,
lo considerasen como la primera alternativa para derrotar a
los grandes favoritos en la edición del Corpa: El País, Number
One y Turcotte. Por desgracia, en las vísperas de ese
Corpa de ese 1981, un sábado de Mayo de malos vientos,
Gilgamesh, después de haber trabajado como pocos y de haber
pulverizado el cronómetro del mismísimo Victoriano Cimarras,
vino a dar un mal paso dejando atrás la curva de las perdices
en su retorno al ensilladero y se fracturó de manera
irremisible una de sus extremidades posteriores. Romualdo, que
seguía el entrenamiento de su caballo alborotado por el
orgullo desde las tribunas de Torroja, bajó a una velocidad
colosal las escaleras que separaban las gradas de la pradera
de Preferencia y recorrió el césped a un ritmo inimaginable en
un hombre de su edad; sólo cuando se situó junto a Gilgamesh,
que clavaba en Romualdo una mirada de sufrimiento que parecía
más de un ser humano que de un animal desalmado e iliterato,
tomó conciencia más muerto que vivo de la gravedad extrema de
la situación, pero no se pensó dos veces dar la orden que ya
tenía atravesada en la garganta. - Llamen al facultativo y
eviten al animal padecimientos innecesarios. Y que sea rápido,
hagan ustedes el favor. Al día siguiente Carlos Laborda y
Satrústegui, veterinario emérito del Hipódromo de La Zarzuela,
poseedor de un currículo de primera forjado a fuego en los más
prestigiosos recintos europeos, y hombre de Dios que había
recibido el sagrado ministerio sacerdotal de manos del mítico
Cardenal Vidal i Barraquer, le dirigió una carta muy cariñosa
y pormenorizada a Romualdo, en la que le explicaba con
muchísimo tacto que Gilgamesh había dejado de sufrir de manera
inmediata y que había pasado a disfrutar de la paz del Señor
(el padre Laborda aclaró no pocas veces en sus discursos que
todos los seres creados por Dios pueden gozar tanto en esta
vida como en la otra de la infinita misericordia de Dios) sin
proferir el más mínimo quejido. Luego, en otro orden de cosas,
le razonaba a Romualdo que la determinación de eutanasiar a
Gilgamesh era lo más católico y piadoso que Romualdo había
podido resolver, que, desde luego, no le habría de ocasionar
ninguna confrontación con el Señor cuando Romualdo hubiera de
ser juzgado al final de los tiempos, y le aclaraba para
terminar por cuanto a lo tocante a la ciencia médica que a
Gilgamesh se le había podido intuir una triple fractura en su
pata posterior derecha (una lesión muy parecida a la que con
el tiempo habría de alcanzar también a Bárbaro, el ganador del
Derby de Kentucky), lo que hubiera limitado de manera
definitiva sus posibilidades de supervivencia. Seguía la
carta del padre Laborda emplazando a Romualdo a persistir en
la idea de cimentar una cuadra que le deparase tanto a él como
al resto de aficionados alegrías y tardes de gloria, y acababa
con un guiño simpático a modo de posdata que pretendía quitar
algo de hierro al asunto y que sólo Romualdo Garrido supo
alguna vez si consiguió dicho objetivo o provocó en cambio un
efecto contrario: P.S. : Por supuesto las veces en que he
citado a El Señor a lo largo del texto me he querido referir
al Dios creador de todas las cosas, y no al hijo de Taj Dewan
y Mecca II. Hoy, pensando Romualdo en el día en que su
vida se cruzó con la de Palamoss, pensando en la mano siempre
extendida de don Vinuesa, el del Fuchs, pensando en Malandrín
y en la mala hora de Gilgamesh, pensando en el padre Carlos
Laborda, veterinario emérito, ministro de Dios y bromista de
poca luz, pensando en doña Anacleta, siempre con lo suyo, en
Amanda Calatayud con su sempiterno timbre de flautín, en
Alejandro Calonge y sus tagarninas de carretero, en don
Fulgencio de Diego, en Enrique Tierno Galván, que silbaba como
un cabrero profesional, en Millikan, en Number One, en
Turcotte, en El País, en el peronista Jorge Antonio y su
negrazo inagotable, y en la crisis de SEPU de 1984 que lo dejó
viviendo casi de caridad en una casa baja de la Calle de la
Encomienda, a Romualdo se le ha pasado volando la hora que se
toma para meditar antes de la jornada sentado a las mesas de
madera que hay cerca de La Pelousse. La chica de la
megafonía ha anunciado que la bandera azul ya está izada y en
unos minutos empezará la primera de la mañana: el Premio
Martorell. _________________
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