LORGOT
Registrado: 30 Nov 2006 |
Publicado: Mar Jun 19,
2007 12:40 pm
Asunto: LA TORTILLA DE PATATAS |
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La tortilla de patatas,
poco hecha, sin cebolla y con escabeche, la paella y el jamón
serrano. Siempre un día del año: el mismo día. Los domingos,
paella, como los miércoles, milagro. Y en el aperitivo de los
domingos por la mañana, antes de la paella, mientras mi padre
y sus hermanos alternaban en El Cantábrico con sus cervecitas
y las gambas de los años 70-80, las que aún tenían el maligno
ácido bórico para incrementar el tiempo útil de consumo, a mis
hermanos y a mis primos nos llevaban al bar de enfrente de la
calle Padilla a desbravarnos entre raciones de jamón y pinchos
de tortilla de patatas... sin cebolla y con escabeche (ya no
se dice escabeche, sino que hablamos de bonito blanco del
norte en escabeche... ganas de alargar y dificultar lo obvio,
la verdad).
Este era el día. El día D de todos los
años. La reunión de la familia al completo. Y alguno puede
preguntar por el motivo de la celebración: ¿quizás el
cumpleaños del patriarca de la saga? ¿a lo mejor, el festejo
de alguna celebración familiar? ¿el día de la madre? ¿la
celebración por el arranque que tuvo la Charito hacia mi tío
Ángel, al que logró desposar cuando ya oteaba la dura barrera
de los 30 años (costumbres de antaño)? Va a ser que no. La
verdad es que el motivo de la reunión familiar al completo,
quizás la única reunión anual que se hacía al completo,
coincidía con el último domingo del mes de junio, año tras
año. Y lo que celebrábamos, rarezas de familia, era el día del
Gran Premio... No del Gran Premio de Madrid y mucho menos, del
Gran Premio Ciudad de Madrid... El día del Gran Premio.
Cada uno de mis cinco tíos aparecía con su revista
hípica bajo el brazo, completamente arrugada, repleta de
anotaciones, tachaduras, valores y siglas de oscura
comprensión, y haciendo caso omiso de las gambas, y en menor
medida de las cervezas, tras saludarse tan amorosa como
apresuradamente, comenzaban a lanzar sus hipótesis y
teorías... Pintorescas en su totalidad; infalibles en su
convencimiento. Por razones que se me escapan, durante quince
o veinte años, nunca alcanzaron consenso en el favorito. En
algunos casos, incluso creo que el último en opinar cambiaba
el favorito que se traía de casa, tras análisis minuciosos en
los que nos veíamos involucrados, para que existiera debate,
ya que la unanimidad hubiera trocado la costumbre. Años en los
que no había posibilidad de error, ni contando siquiera con la
“gloriosa incertidumbre del turf”, como el año de la segunda
victoria de El País o la primera de Casualidad o de Richal, no
eran años de consenso ya que siempre aparecía alguno que había
escuchado el rumor de la falta de salud de alguno de ellos, o
le habían hablado que Serial o Pier Luigi estaban como un
cohete.
Íbamos a comer la paella y tras terminar,
rápido al Hipódromo, al recinto de Tribuna. El Gran Premio
había comenzado tres o cuatro días antes, con la compra del
programa y su absoluta depredación hasta la mañana del
domingo. Depredación en la que mis tíos incluían a mis tías,
que pasaban de análisis como de comer piedras, e incluso a mis
primos, a los que se consultaba sobre el factor pista o la
capacidad de hacer la distancia, situación cuando menos
grotesca teniendo en cuenta que alguno de ellos siquiera sabía
hablar, lo que denota que mi familia tampoco es que fuera muy
brillante.
Era una semana que los primos mayores
empezábamos a esperar durante todo el año: el ver a mis cinco
tíos juntos, hablando desde el momento del saludo sobre todos
los aspectos posibles del Gran Premio, enseñándonos en nuestro
silencio, todo lo que sabían de carreras y caballos, nos
enriqueció y nos hizo aprender a querer a las carreras, a los
caballos, a los jockeys y hasta al juez que levantaba la
bandera roja cuando algún caballo díscolo no obedecía a su
jinete. Vivíamos toda la jornada para El Gran Premio y al
acabar la cuarta, mis tíos entraban en un estado de éxtasis
mutacional, olvidándose de mis tías que quedaban abandonadas
en el césped y que hubieran quedado desasistidas de ahí en
adelante aunque una catástrofe se hubiera apoderado de ellas,
en forma de ataque de plagas, afecciones solares o síntomas
derivados del excesivo consumo de sustancias estupefacientes
de amplio espectro... Nada hubiera desviado de alguno de
ellos, la atención por los protagonistas.
Vivir la
carrera con ellos era un acto de fervorosa dedicación a todos
los caballos que en la carrera participaban, una atención
exclusiva hacia ellos. Tras la carrera aún quedaba lo mejor:
reunión de interpretación de resultados: montas, estado de
forma, el peacemaker que ha tirado en exceso, la selección de
las montas de Carudel o de Román... Siempre surgía la
explicación a la carrera del ganador al que íbamos todos a ver
al recinto de balanzas.
Al llegar de nuevo a casa, mi
padre volvía a analizar lo que quedaba de programa: las
páginas estaban absolutamente chupadas, garabateadas,
dobladas; el contenido era prácticamente ilegible y muchas
veces mis hermanos y yo nos preguntábamos que carajo estaría
leyendo mi padre, que ya debía conocerse el programa en su
totalidad, incluyendo la distancia que separó a Idil de Ferrón
en la carrera 331 del 4 de marzo.
Ahora lo entiendo.
El Gran Premio es algo diferente. El Gran Premio es la mística
de La Zarzuela, la Copa de las Copas.
Y desde que un
oscuro tipejo decidió cerrar el Hipódromo, las reuniones del
último domingo de junio dejaron de celebrarse: Mis tíos no
volvieron a proponer absurdas disquisiciones para no llegar
nunca a un acuerdo. Nosotros dejamos de comer tortilla de
patatas poco hecha con escabeche y sin cebolla y platos de
jamón serrano con todos los primos, y no pudimos hablar más
que del pasado durante nueve años. Por eso no te perdono,
malvado (como diría Ruíz-Mateos); por quitarme El Gran
Premio. _________________
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