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... Y acabó con el cuadro
Autor Mensaje
LORGOT

Registrado: 30 Nov 2006
MensajePublicado: Vie Jun 01, 2007 9:38 am    Asunto: ... Y acabó con el cuadro

Era casi un niño y llegó a Madrid un día cualquiera para probar fortuna en una carrera con o sin importancia, contratado por un avispadísimo propietario. Llegó el niño Claudio y acabó con el cuadro.

Algo debió ver el imberbe Claudio cuando siendo tan chico, decidió abandonar todo para venirse a vivir a Madrid. Y algo debía tener ya (posiblemente una enorme personalidad) para siendo un chaval buscarse las habichuelas en un país extraño, con un turf que siendo generosos, podíamos decir de segunda y sin la certeza de disponer siquiera de un presente claro.

Y Claudio, Don Claudio, acabó con el cuadro. Comenzó a montar como los ángeles y su trayectoria convenció al gran mecenas del turf nacional de los años 70 (hasta los 90): el gran D. Antonio. El Sr. Blasco no debía ser muy bobo, la verdad sea dicha. Más bien, nada bobo. Observador de la valía del pequeño D. Claudio, de su clase e inteligencia a caballo, y apoyado en la humildad y sencillez de D. Fulgencio, se propuso montar un gran tinglado hípico. Adquirió sangres foráneas de calidad, desarrolló un proyecto hípico sin parangón a nivel nacional apoyado en el eje de la Venta de la Rubia y fue fiel a su conocimiento, a su gente y a sus principios hípicos.

En los 70-90 todos éramos rosalistas. Esto resultaba muy sencillo. Yo creo que hasta Ramón Mendoza era rosalista, por más que intentara salir del dignísimo escalón del persistente segundón; pero a veces, para los que la ambición no ocupa preferente lugar entre nuestras prioridades, ser un buen segundo no significa ser el campeón de los bobos, sino que nos invita a reflexionar sobre la valía de nuestro rival. Y analizando la valía de este rival, es muy fácil concluir diciendo que ser segundo de Rosales era ser la bomba .

Y ¿porqué éramos rosalistas?. La respuesta era muy sencilla: los caballos eran fabulosos, la inversión y dedicación al caballo era de admiración suprema, el proyecto deslumbraba, Fulgencio de Diego te invitaba al abrazo de osezno sin conocerlo y Don Claudio... Don Claudio acababa con el cuadro.

Montaba a los mejores, privilegio de los grandes desde luego, pero montaba como los ángeles. Nunca cedía espacio en una curva, siempre con el caballo perfectamente colocado, siempre inteligente, valiente en su punto, elegante, calculador, conocedor de las características de su montura,... Puedo estar seis páginas destacando sus virtudes. Daba gusto verle ya en el paddock: recuerdo especialmente el día de su despedida en el paddock de La Zarzuela: la gente espontáneamente, le dedicó la mayor ovación que yo creo haber escuchado en el hipódromo. Ovación de admiración, de cariño, de pensar que se va algo nuestro. D. Claudio, elegante al máximo, con la chaquetilla amarilla, cruz de San Andrés roja, mangas y gorra amarillas, montado en un caballo que lamentablemente no recuerdo (aunque me suena Señor Uvas), se echa mano a su tocado amarillo y saluda con una elegancia suprema. Adiós Don Claudio... acabó usted con el cuadro.

En esta interfase, D. Claudio nos regaló las mejores montas. Montas de todo tipo y condición: carreras de espera en punta, donde, parece mentira, reiteradamente conseguía venderle la burra al resto de compañeros, robando carteras y vendiendo humo durante la carrera, para dar a su montura el oportuno respiro en la curva y vencer por lo justo en la línea de meta. O bien, rematando tras llegar perfectamente colocado a la recta final, como un trueno, sacando partido a todos sus caballos.

Pareciera además que con algún caballo se identificara más que con el resto y lograra una simbiosis total, rayando con la intromisión e intercambio de personalidades: al menos recuerdo su integración espiritual con Bariloche (el dúo resultaba imbatible, nadie conoció al gran Bariloche mejor que D. Claudio, el que acabó con el cuadro), a los que yo imaginaba en el box, Bariloche hablando castellano con acento francés, y a D. Claudio, el que acabó con el cuadro, relinchándole al oído. Le recuerdo con Brezo, Number One Richal y Casualidad (cuarteto potente y poderoso, donde posiblemente se exigiera más y el esfuerzo fuera mayor), con Leyla y Teresa (donde hubo ocasiones en las que pareciera que tanto yeguas como caballero estuvieran flotando y desplazándose en lugar de galopar pisando tierra). Le recuerdo con otros caballos maravillosos, como Helina (pudo haber sido mejor de lo que fue), el querido Tucumán (mucha clase, mucha), Sácara (mi yegua, junto con Avalancha y Teresa), con Tormento (un sprinter de auténtico lujo, ganador del primer Blasco... aunque con Cefe), Huaralino (el del triplete en el Memorial), Rivellora, Triunfo, Ritmo, Señor Uvas, Royalty,... y más puntos suspensivos; pero muchos más.

Pero siendo todo esto tan importante, no lo es menos el reconocimiento popular. Y no me refiero ya a todos aquellos locos que invadíamos el Hipódromo en aquellos años, no. Me refiero mayormente, a los forasteros, a los no habituales que venían al hipódromo los domingos soleados de mayo, en su Dos Caballos, con los dos mozalbetes de pantalón corto, calcetines blancos y zapatos de charol, con su señora tocada con un pañuelo blanco que recogía su media melena y sus gafas Rayban de pasta negra, y con la suegra (personaje necesario e infalible en cualquier recuerdo de aquellos años). Pues bien, “el nuevo”, no sabía nada del espectáculo, de las apuestas, de la valoración artística de las Tribunas de Torroja, ni de la reputación de la Charito, moza de turgentes carnes que levantaba la pasión en el recinto de Tribuna de forma generalizada entre el público masculino. Pero sabía perfectamente que había un tipo que montaba que se llamaba Carudel, y que acababa con el cuadro.

Era el embajador del hipódromo entre los forasteros; era la referencia que todo el mundo, aficionado o no, conocía.

No sería justo olvidar a D. Román Martín, que ayudó a acabar con el cuadro. D. Román se hizo grande al hacerse grande D. Claudio, y D. Claudio se hizo grande al lado del toledano. No sé qué hubiera pasado sin la feroz competencia en la pista creada entre estas dos fieras. Posiblemente, el empuje de uno hacía que el otro se esmerase en la mejora personal y suponía un acicate en búsqueda de una perfección que creo que acabaron logrando. Gracias a Dios coincidieron en el tiempo, y nos regalaron el mejor duelo que se recuerda desde OK Corral.

Loas a D. Claudio; alabanzas a D. Román. Besos a la Charito,... donde quiera que esté.
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