Leonard Quercus
Registrado: 13 Dic 2006 |
Publicado: Mie May 30,
2007 4:35 pm
Asunto: EL ALMA DE LA FIESTA |
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Me resulta muy difícil
imaginar un solo día de Carreras sin que alguien a mi
alrededor no comentase algo de Claudio Carudel. Mi
bisabuelo Antonio, que era un caballero y la persona a quien
mi padre primero y yo después le debemos nuestra afición
blindada por este fregado, hablaba de Claudio Carudel con una
especie de reverencia mística que le llenaba la boca.
Recuerdo las tardes de sábado en su casa -en casa de mi
bisabuelo-, en el Paseo de Extremadura, a finales de la década
de los setenta del siglo en el que todos nosotros nacimos.
Mi bisabuelo Antonio, que era médico forense y socio del
Real Madrid y del Atleti, se aposentaba en su sillón enfrente
de la tele, colocaba una mesita auxiliar lindando con el
sillón, y repartía por la mesita con meticulosidad de cirujano
los dos cigarros de Lucky que aún se permitía, un bolígrafo de
punta fina chapado en oro, el mechero, el resguardo de la
quiniela para ir marcando los resultados, y medio vasito de
vino tinto que mi tía Belarmina le acercaba solícita. A mi
bisabuelo le apasionaba el deporte. Con el tablero de la
mesita sobre las piernas que habían sido poderosas y por
entonces eran de huérfano seguía atentísimo las
retransmisiones deportivas de la única televisión de la época
hasta que se acordaba de que a la tarde del día siguiente
había Carreras de Caballos. En el momento en que reparaba en
lo de las Carreras un arrebato de alegría máxima lo sumergía
en un estado de excitación febril que sólo cedía cuando él, ya
más sosegado, se arrancaba con delectación a hablar de
Carudel. Y le brillaban los ojos como a un niño mientras
me hablaba de la presteza con la que Carudel salía de los
cajones, de la habilidad de Carudel para colocarse en el
grupo, del fabuloso sentido del paso de Carudel, de la
habilidad ultraterrena de Carudel para saber cuándo darle el
respiro a su caballo, y del poderoso empuje final de Carudel
que ningún otro jockey podía combatir. Y todas esas
características que, según mi bisabuelo, definían a Claudio
Carudel se grabaron a fuego en mi cabeza como si de un
recuerdo hereditario se tratase. Ahora, haciendo un
esfuerzo de memoria inimaginable, puedo escribir que la
primera carrera de Carudel que asocio con un caballo teniendo
yo ya uso de razón (que también estuve yendo al Hipódromo
hasta conseguirlo -el uso de razón- desde que tenía nueve
días) es una en la que Carudel cabalgaba sobre Tantuum.
Por supuesto, también en mi memoria, esa carrera Claudio
la ganó. Claudio Carudel tenía el privilegio de ser
conocido por mucha gente que sólo sabía que el Hipódromo es un
lugar donde se disputan carreras de caballos y que en el de
Madrid montaba Carudel. Así, no era difícil encontrar a
alguien sin ningún interés por este mundo que sí, en cambio,
conociese a Carudel, y para mí tampoco fue un hecho aislado el
que algún compañero iletrado turfístico absoluto me gritara de
un lado al otro lado del patio de arriba de mi colegio aquello
de si yo me creía Carudel al verme arreándome con una fusta
incorpórea en tanto disputaba los famosos sesenta metros
lanzados de don Jorge, mi profesor de gimnasia. Incluso
Marisa, mi esposa, que no supo nada de Carreras hasta el día
en que nos encontramos, me dijo la primera vez que vino a La
Zarzuela que el rubio bajito sonriente y trajeado que hablaba
con un hombre de aspecto simpático y patillas de ballenero de
Nantucket en el paddock "le sonaba", como si el recuerdo
ingénito de mi bisabuelo le hubiera alcanzado también a ella
cuando el sacerdote que unió nuestros caminos para siempre nos
declaró ya no ha tan poco marido y mujer. Claudio Carudel
ganó más de mil cuatrocientas cincuenta carreras, y tras
retirarse como jinete en 1989 se fue a galopar al corazón de
todos. Muchos apostábamos a los caballos que el conducía
por inercia, como ya he contado en otra página, y la mayoría
cuando el pronóstico era tan complicado que atinar con el
posible ganador era tarea digna del más sufrido de los
trabajos de Hércules. Yo, cuando lo veía situarse a la derecha
del resto de participantes al comienzo de la recta final a
lomos de Vanity, Argentino, Balada, Clemencia, Majestad o
Richal, presentía siempre al inicio de su braceo que el dinero
por su colocado ya tintineaba en mi bolsillo; y si la carrera
era el gran premio de la jornada ya me aprestaba yo para
situarme al borde de las cintas blancas que lo habrían de
rodear como triunfador en su regreso al Recinto de Balanzas en
orden a salir como secundario sin frase en la fotografía que
habría de ser la portada del Pura Sangre o del Corta Cabeza a
la semana siguiente. Uno de los momentos más emotivos que
yo he vivido en el Hipódromo antes del cierre ignominioso tuvo
ocasión cuando don Beltrán Osorio, el Duque de Alburquerque,
retornó a la pista montado sobre La Pista para imponerse con
rotundidad en aquella carrera de vallas. Yo al Duque lo
había visto con su figura espigada y su sombrero de
aristócrata caminando por La Zarzuela con unos prismáticos de
trece kilos que en mi inocencia yo pensaba que sólo se les
vendía a los Grandes de España; unos prismáticos que don
Beltrán Osorio colgaba de una correa infinita que reposaba en
su huesudo hombro. Y había visto al Duque recogiendo un Premio
Volvo y agradeciendo el coche que la firma patrocinadora le
regalaba por haber batido su potro Finissimo en la prueba el
récord establecido en 1982 por el machacón Indian Prince. No
obstante, y como digo, recordaré siempre al Duque de
Alburquerque, don Beltrán Osorio, subido sobre La Pista y
dejando a tres cuerpos al caballo de Reyes. En base a lo
escrito, volver a ver a Carudel a lomos de un equino sobre el
verde del anillo sería para mí superior a haber visto volver
al Duque de Alburquerque. Primero porque al Duque yo sólo lo
vi montar a La Pista aquella tarde lejana, después porque
parte de la sangre que corre por mis venas y por una de esas
extraordinarias casualidades de la vida corría también por las
venas de alguien que estuvo durante mucho tiempo muy cerca de
Claudio Carudel, y en última instancia porque así podría
explicarle yo a mi hija, que pronto cumplirá dos años, que ese
recuerdo que tenía de un rubio saliendo presto de los cajones,
colocándose con habilidad en el recorrido, llevando el paso de
fábula, dando un reparador descanso al caballo en el momento
justo, y viniendo a ganar con un empuje terminante, ese
recuerdo -digo- que tenía y que se ha hecho realidad, es un
recuerdo heredado por no sé qué contubernio raro del destino
con nosotros los mortales. Y es que, desde luego, hay
cosas y personas que siguen triunfando sobre el olvido.
Antes , cuando os hablaba de mi bisabuelo, no os he
contado que mi bisabuelo solamente aplaudía con cuatro dedos.
Juntaba mi bisabuelo los dedos índice y corazón de ambas manos
y los llevaba apacible a unirse para festejar algo o a alguien
con una delicadeza que yo nada más he visto en algunos lores
ingleses de las películas de James Ivory. Pero no me cabe
duda alguna de que mi bisabuelo, caso de estar entre nosotros
el domingo en que se celebre el Gran Premio Claudio Carudel,
se rompería las palmas aclamando al que según él era el jockey
más grande de todos los tiempos. Es casi como si lo
estuviera viendo. _________________
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