Leonard Quercus
Registrado: 13 Dic 2006 |
Publicado: Lun May 07,
2007 3:31 pm
Asunto: UNA DE POLIS (BASADO EN UNA HISTORIA
REAL). |
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<<Soy el detective
Jonás Dawson>>, dijo el hombre de la gabardina gris, que
resultó ser, a la sazón, el detective Jonás Dawson.
<<Vengo a investigag lo acontecido el pasado 23 de
Magzo en el Pgemio Osuna>> A los presentes se nos
heló la sangre de las venas. El detective Jonás Dawson era
el profesional más duro a este lado de los Pirineos, y no sólo
porque era el responsable de la detención y posterior
encarcelamiento de Paquita Dos Trotes, una turfista
sanguinaria y jacarandosa a la que todos recordaréis por el
caso de los ingleses y como la causante confesa de los saltos
de impala del rosales Tobero en el desarrollo de la Curva del
Pardo, sino también porque su fama justa de policía
insobornable lo precedía como una aureola ultraterrena o como
un olor muy pegajoso a queso rancio. El detective Dawson
era un hombre de mediana edad y estatura mediana. Una cicatriz
en forma de cremallera que antaño ocultaba con un mechón bien
dispuesto resaltaba insolente ahora ocupando buena parte de un
craneo devastado por la calvicie. Tenía un cuello de
bisonte grande y unos antebrazos de tornero que le hubiesen
permitido abrir cocos de Borneo con las manos desnudas
apretando sólo a media velocidad. Se decía que su madre,
de la que tomó el apellido, era una mormona de Milwaukee que
había tenido que emigrar a Europa al no poder satisfacer las
costas que se le impusieron tras resultar perdedora en un
litigio de reses bravas. Ana Verónica Dawson, de la que
quizá alguno hayáis leído aquel artículo que sobre su vida se
publicó en un volumen del Reader´s Digest, había enviudado a
finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando Jonás contaba
trece años, y se había convertido a la religión de los
mormones tras un sueño en el que el mismo profeta se le
presentaba en traje de etiqueta y anunciándose tras una
cohorte de trombones de varas con la manda ineludible de que
predicara la metempsicosis a todo aquel con el que se cruzase.
De ella había heredado Jonás los fríos ojos gris acero y
esa voz cavernosa incapaz de pronunciar las erres y que
parecía salida de lo más profundo de la tierra:
<<¿Quién va seg el pgimero en cantag la tablilla,
caballegos?>> Otra oleada de pánico nos recorrió
presurosa la espina dorsal. El 23 de Marzo de 1986, en el
Premio Osuna, el premio gordo de la jornada, mientras se
apuraban los últimos metros de la recta final, Cristóbal
Medina, que había perdido la fusta cuando se aprestaba para
sacudir a su caballo, requirió de Marino Moreno, que iba a
lomos del tordísimo Sir Kan, la suya (la fusta, digo); Marino,
solícito, se la entregó en el acto. Unas semanas más tarde
Juan Pedro Avial habría de contar que el suceso era más
habitual de lo que se pensaba, aunque las ocasiones a las que
él hacía alusión habían tenido lugar en los últimos puestos
del pelotón y nunca en un gran premio, pero, en cualquier
caso, ese 23 de Marzo, cuando Marino le pasó el látigo a
Medina, los más vigilantes de las gradas, prismáticos en
ristre, y cada uno por su cuenta, emitieron una interjección
de sorpresa cuando menos y de sobresalto cuando más;
interjecciones que, todas juntas, conformaron un murmullo
sosegado que, in crescendo, se transformó en el alarido
crepuscular y consiguiente tantas veces reconstruído. El
suceso se había saldado en un primer momento con una multa de
15.000 pesetas a Medina y con puesta a pie a Marino Moreno,
pero los mejor informados aseguraban en corrillos apartados y
en esas reuniones privilegiadas de los días de diario, que
Íñigo Cavero, al que había impactado en grado sumo el episodio
y que era una de las voces con mayor peso específico de entre
las de los comisarios de la época, pretendía ahondar en las
medidas iniciales persiguiendo honorablemente fines (y por
fines quiero decir objetivos; no me refiero al hijo de El
Gaucho) disuasorios. Y fue por ello, como hasta a los menos
lúcidos nos fue dado imaginar, que envió al detective Dawson
para hacernos revelar incluso la talla de nuestros
calzoncillos. Florentino fue el primero en pasar a solas
con Dawson, que, por mor de aquel método machacón y
aproximativo que muchos también habríais de sufrir años
después cuando lo de Native Woman, consiguió del pequeño Floro
una confidencia esclarecedora. Una confidencia a la que, horas
después, y dentro de aquella atmósfera tibia y letárgica que
sólo Jonás Dawson sabía crear en torno suyo, fueron llegando,
en algunos casos con lágrimas en los ojos, también Paulino
García, Bartolomé Gelabert Bernardo y Vicente Cañizo.
Dicen los que lo vivieron de más cerca que Miguel Ángel
Ávila se mantuvo muy entero mientras explicaba que, a su
entender, era más conveniente y saludable mirar con menos
severidad a los jockeys, que Fernando Martín esquivó con
bastante aplomo los martilleos incesantes de Dawson, y que
Christian Delcher estuvo espléndido cuando aseguró mesurado
que la sanción a Marino podía caber, pero que Medina lo único
que había hecho era defender con todos los medios a su alcance
las posibilidades de su caballo. El caso fue que, sólo dos
horas después de que el detective Jonás Dawson terminara
conmigo, que fui el último en declarar (<< ahoga tú,
Leonagd>>, me había dicho Dawson), y el que peor sostuve
la presión, la noticia ya corría como la pólvora: los
comisarios habían decidido dejar sin efecto la sanción
económica a Cristóbal Medina y poner a ambos (a Medina y a
Marino) a pie hasta el día 4 de Mayo. Yo no quise saber
nada de nadie hasta ese día 4 de Mayo, cuando Marino
reaparecería ganando por veinte cuerpos una de vallas sobre su
inseparable Enzino, pero no pocos me contaron que, en el
ínterin, Medina le había explicado al público, con las cámaras
y micrófonos de Al Galope como testigos, que el estamento que
a él le amplió la sanción "estaba" por si él (Cristóbal
Medina) quería "apelar", pero nunca y bajo ninguna
circunstancia para intensificar el castigo. De nada le
sirvió. Volvimos a ver muchas veces al detective Dawson, y
no sólo a lo largo de la investigación por lo de Native Woman,
que hubo temporadas en que temíamos llegar a La Zarzuela y
encontrarnos de nuevo con su figura de forzudo de circo y sus
erres disolutas detrás de cada esquina, vigilándonos como si
no existiéramos sobre la Tierra nada más ni nadie más que
nosotros y él, pero nunca un caso de los que se le asignaron
tuvo tanta repercusión como el que se derivó de la disputa del
más conflictivo y memorable de los Premios Osuna que en el
mundo han sido. Y esto ocurría en el Hipódromo de Madrid,
la ciudad en la que todo es posible, en aquellos tiempos en
los que el rosales Tobero saltaba como un impala en el
desarrollo de la Curva del Pardo y algunos de vosotros no
erais más que proyectos futuros en la misteriosa y benevolente
inteligencia de Dios. _________________
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