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LA COMUNIDAD DE EL ANILLO
(por Leonard Quercus)
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Foro A Galopar & Turfinternet, 05/02/2007
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"El próximo día 16 vamos a ir de excursión
al Hipódromo de La Zarzuela", nos dijo don Tomás, que fue el más
grande profesor que yo tuve durante la extinta E.G.B. y que era por
entonces idéntico a Gargamel, el brujo malo de los pitufos.
"Los que queráis ir podéis apuntaros ya en la lista que hay en el
despacho del padre Asensio".
Lógicamente, todos mis compañeros me miraron sonriendo. Mi devoción
irreductible por las carreras había trascendido allende las fronteras de
la clase y si en el colegio no me llamaban el Turfista era sólo porque
turfista es palabra de vanguardia para escolares y porque ya pendía sobre
mi persona una buena colección de apelativos (todos ellos cariñosos).
Yo en aquel tiempo remoto era ínfimo y delgado. Luego habría de crecer
los centímetros suficientes como para que mi sombrero no fuese el más
cercano al nivel del suelo en un vagón del metro en el que todos viajásemos
de pie y con sombrero, algo que no me ha convertido técnicamente en
hombre pero que sí me ha facultado para tener posesiones. Lo de los kilos
es otro cantar y, como diría Groucho, muy desafinado.
Escribía que en aquel tiempo yo era delgado e ínfimo, por lo que mis
compañeros me espetaban a menudo que llegaría a ser un gran jockey.
Como lector asiduo de Walter Scott, y habiendo aprendido en una entrevista
con Ceferino que cabalgar a un caballo en una carrera es como ir subido en
una catapulta de quinientos kilos, yo pensaba, por el contrario, que lo de
la catapulta debía quedar para otros menos medrosos y que yo sería de
los que habría de disfrutar del espectáculo bien protegido por las
"almenas" de Torroja.
Volviendo a lo de la excursión, os cuento que al principio me sentía
bien imaginando a ochenta niños cercanos (cuarenta de 5ª B y cuarenta de
5º D) campando a sus anchas por La Zarzuela, pero a medida que se
acercaba la fecha señalada mi pronunciado sentido de la propiedad privada
desviaba mis pensamientos a parajes más sórdidos: "Mira que si a
raiz de esta excursión alguno de éstos se apasiona con las carreras
también..."
Ya he comentado en alguna ocasión que he sido de los que preferían esas
tardes de frío y lluvia en las que los más fieles nos gritábamos bajo
los paraguas: "hoy en familia" a esas otras tardes soleadas y
preciosas en las que el Hipódromo se llenaba de gente y había que hacer
cola para todo. Y he comentado asimismo que soy más de los de Juan Ramón,
que preconizaba aquello de "con la minoría siempre" antes que
de esos más sociales y cosmopolitas que viven siempre en jornada de
puertas abiertas.
Por ello, de sentarme bien lo de la visita con el colegio al Hipódromo
pasé a tener esas ideas sórdidas, y de tener esas ideas sórdidas pasé
a sufrir esa pesadilla recurrente que todavía me asedia los sábados y en
la que hordas bárbaras, alanas y suevas toman por asalto La Zarzuela y a
mí no me dejan pasar.
Es por eso que la mañana de la excursión me desperté bañado en un
sudor frío y suplicándole a mi madre, que a petición del tutor nos iba
a acompañar como experta (aunque mi madre se limitaba los domingos a
comer pipas con sus amigas Pili y Loli en un banco de la pradera de
Preferencia), que hiciese lo posible por cancelar la salida.
Bramé, pataleé y lloré, y llegué al extremo inconcebible, ya en el
autobús, y cerca de la Puerta de Hierro, de intentar un motín a bordo
con base en el hecho ficticio de que un brote de peste equina, que se
contagiaba también al ser humano por inhalación del aire del ámbito, se
había manifestado no hacía mucho entre la cabaña de purasangres
ingleses de Madrid.
Tres horas después, en el autobús de vuelta, y mientras mi compañero
Alejandro intentaba sin conseguirlo interesarme en las vicisitudes de la
película Acorralado, de Sylvester Stallone, yo atisbaba las caras del
resto en busca de cualquier rastro de emoción que pudiese significar más
público en el Hipódromo el domingo siguiente...
A día de hoy, cuando han transcurrido más de dos décadas desde aquel
episodio, he de confesar que no me he encontrado en el Hipódromo con más
de dos o tres alumnos de mi viejo colegio, pero es verdad, y podéis
creerme, que sigo escogiendo los días de frío y lluvia en que os conozco
las caras a todos, que sigo como Juan Ramón con la minoría siempre, que
los suevos, alanos y bárbaros siguen tomando las instalaciones de La
Zarzuela en mis pesadillas de los sábados para impedirme socarrones el
paso los domingos y que, a veces, pensando enfrente del espejo en nuestro
paddock, nuestros boxes, nuestras marquesinas de Torroja, en el verde de
nuestra pista, y en el galope de nuestras catapultas de quinientos kilos,
el reflejo me devuelve una imagen de Golum, ese engendro de El Señor de
los Anillos, chapurreando codicioso eso de: Mi tesoro...
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