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TABLAS, VALORES Y EL LIBRE ALBEDRÍO
(por Leonard Quercus)
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Foro A Galopar & Turfinternet, 29/01/2007
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El acontecimiento feliz de las semanas de uso cotidiano en mi infancia,
aparte del arroz con leche de mi madre para festejar el Un, Dos, Tres de
Chicho Ibáñez Serrador y de los sábados aventureros con mis amigos, era
la llegada, los jueves, del Recta Final a mi casa de Madrid.
Mi padre lo traía envuelto en un halo de misterio, oculto como un
panfleto incendiario, como Wally entre las multitudes en esas viñetas de
mil colores.
Yo me lanzaba como una cobra a por mi padre en cuanto lo sentía abrir la
puerta a la hora de la comida; el rito era siempre el mismo.
-¿Has traído el programa? - preguntaba yo.
- No; hasta mañana no lo tenían - contestaba él.
- Venga ya...Dámelo hombre. - insistía yo.
- Que no, pesado. Que hasta mañana no lo traen - repetía él.
Luego, inexorablemente, a lo largo de la tarde, mi padre me lanzaba cual
discóbolo heleno el Recta Final de lado a lado de la habitación donde
nos encontrásemos, lo escondía taimado en la nevera para que yo lo
descubriese al ir a merendar, o lo metía, sandunguero, en la jaula que
nuestros sucesivos canarios dejaban huérfana cada cierto tiempo. Así, el
jueves a la noche, y tras haberle devorado las secciones fijas, el Recta
Final quedaba dispuesto para que los números huidizos y minúsculos de mi
padre y mis signos de quincallero expresasen soberanos las posibilidades o
impedimentos de los caballos a la hora de triunfar en las carreras.
Mi padre me concedía casi siempre la prelación para hacer las tablas.
Luego las hacía él.
Yo había aprendido el ministerio tablístico mientras aprendía los ríos
de la cuenca castellana. La fuente, como es lógico, había sido mi
predecesor, que tenía en aquella época una afición de pedernal pero no
conocimientos turfísticos exhaustivos lo que significa, necesariamente,
que los rudimentos que aplicábamos eran pleistocénicos y las escalas
-cuando menos- perogrullescas. Y quizá fuese por eso, o quizá no, pero
el caso es que, en La Zarzuela, mi padre se fiaba poco de lo que indicaban
sus números huidizos y yo me fiaba menos de lo augurado por mis signos de
quincallero (a pesar de que, cada domingo, nos peleábamos por dejar claro
cuál de los dos había estado más certero con los valores
Sabedor de que las tablas perfectas no existen sino en la imaginación, y
sabedor de que las más atinadas comportan el análisis de muchos más
factores que las montas, los cuellos, los kilos, los medios cuerpos y los
fustazos contumaces perceptibles a simple vista, y que son los factores de
los que los sabios habláis de sólito en este foro, mi padre echaba mano,
ya en el Hipódromo, del recurso imperecedero y universal que nos queda a
los devotos iliteratos: el aspecto del equino en el paddock. Yo, sabedor
de que mi padre -fuente de mi propia ciencia- conocía sus límites
intelectivos y sabedor de que él echaba mano del recurso del devoto
iliterato, echaba mano a mi vez de todas las otras tácticas: Paulino le
ha guiñado un ojo a su mujer, Bonifacio no ha apostado por el suyo sino
por el de Juan Vicente, Miguel Ángel Ávila se ha amasado el mentón que
es algo que suele hacer cuando su cabalgadura está fina...Y, desde luego,
del recurso más recurrido, de la táctica más explotada por todos,
literatos o iliteratos: apostar al que montara el rubio.
Evidentemente, al término de las carreras, y para justificar el hecho de
volver a hacer las tablas a la semana siguiente, razonábamos los aciertos
si el caballo ganador y apostado no nos salía con la coplilla de que
estaba muy puesto en el paddock o con el estribillo de que lo montaba
Carudel. Si el vencedor, que no se encontraba en nuestros boletos, era el
primero en nuestros valores, forzábamos una sonrisa apurada y perdedora y
murmurábamos apretando los dientes: "Me han salido clavadas".
Esta temporada de primavera que espero como agua de Mayo volveré a hacer
mis tablas pleistocénicas y perogrullescas. Y declaro que los valores de
los caballos en entrenamiento los guardo en un fichero junto a cuarenta
rutas por la España románica en lo alto de la estantería para
mantenerlos a cubierto de los ímpetus devastadores de mi pequeña hija, a
quien espero transmitir un día mis conocimientos tablísticos mejorados y
corregidos y mi amor por el turf y a quien los Reyes Magos le regalaron un
caballo balancín para que sepa desde ya de qué pie se cojea en su casa.
Volveré a hacer mis tablas, otro de los ingredientes que se funden en
esta cazuela mágica. Y volveré a apostar a los caballos que me gusten en
el paddock, a las monturas de los jockeys que le digan a Marcos Alonso que
sí que sí con la cabeza, y a los pupilos de Peter Haley si éste me
apunta a primera hora que están muy frescos. Y los apostaré con
independencia de que mis signos de quincallero expresen soberanos los
impedimentos de todos ellos para triunfar en sus carreras.
De esta manera, si al término de la prueba el trío lo conforman los tres
que mis rudimentos y escalas vaticinaban, a los que -por descontado- no
habré jugado, y como tantos y tantos y tantos y tantos desde que el padre
de todos los tablistas concibió su método original, siempre podré
pensar aquello de cómo puedo ser tan estúpido que no sigo siquiera lo
que marcan mis valores.
Os buscaré con la memoria y, ahogando una sonrisa apurada y perdedora, me
daré ese pequeño consuelo: "Me han salido clavadas"
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