|
|
ZALDUENDO Y EL PELUQUERO
(por Leonard Quercus)
|
Foro A Galopar & Turfinternet, 22/01/2007
|
|
Aunque lo he intentado durante al menos una hora,
no he conseguido recordar su nombre. Y es raro, porque de todas las
condiciones buenas que yo creía atesorar para la vida la única que no me
ha fallado hasta ahora ha sido la memoria. Debe ser que nunca nos dijo su
nombre...
Él debía de andar por entonces más cerca de los setenta y cinco que de
los setenta. Su pelo blanco parecía duro y áspero, como las cerdas de
los cepillos de uñas cuando están muy gastadas.
Usaba unas gafas decimonónicas, raídas; una de las patillas, la que yo
veía del perfil que le veía, quedaba reforzada en la junta con la
montura por un trozo de celofán.
Calzaba las zapatillas que mi madre nos ponía al principio de los ochenta
y que ella llamaba de cámping, con las que mis hermanos y yo pasábamos
los veranos. Pero él vestía con sus zapatillas de cámping también en
el invierno.
Hablaba con ese tono de respeto reverencial con que habla la gente
acostumbrada a servir desde siempre, y tenía los pantalones, finos y
desvaídos, llenos de manchas y de remiendos.
Nos dijo que había sido peluquero, y que desde su puesto en la peluquería
recomendaba a sus clientes las carreras de caballos.
Nos dijo también que a los peluqueros jubilados la pensión apenas les
alcanzaba para vivir, pero nunca se quejó de manera explícita de sus
estrecheces ni de sus miserias.
Mi padre, "el incansable", de quien ya os he hablado, y que se
cansó, lo recogía a la salida del Hipódromo, donde el peluquero
mostraba su dedo tímido de autoestopista pidiendo la caridad de que lo
acercasen hasta Moncloa.
Se sentaba en el asiento trasero con mis hermanos y conmigo, en un tiempo
en que aún cabíamos con holgura en el 131 de mi padre, y, humilde, no
pegaba nunca la espalda en el respaldo.
Mi hermano os recordaría que para atemperar sus nervios se entretenía en
el camino hasta Moncloa con el pivote que servía como seguro a las
puertas del coche, bajándolo o subiéndolo de continuo, pero lo que yo os
quería decir hoy es que el peluquero, que no podía pagarse la entrada al
Hipódromo, acudía fielmente a La Zarzuela los domingos de gran premio
para apostar cien pesetitas a Zalduendo de colocado. Zalduendo era su
caballo preferido.
Nos explicó el peluquero que procuraba llegar al término de la tercera
carrera, cuando los vigilantes de la puerta, a los que yo recuerdo con
uniformes de cochero, bajaban la guardia moral y permitían el paso a los
más necesitados. Y llegaba el peluquero contento con sus preciosos veinte
duros en el bolsillo.
Cuando lo dejábamos en Moncloa, donde el Arco de la Victoria, todavía
seguía hablando de Zalduendo. Y se despedía de nosotros con una fórmula
invariable: "Muchísimas gracias; que Dios se lo pague".
Ya hace más de veinte años de esto, pero es una de esas historias pequeñas
que hacen enorme a este espectáculo y que a mí me gusta compartir.
Y ahora, mientras lo escribo, espero que allí donde se encuentre el
peluquero siga hablando de Zalduendo, ya sea en esta tierra o desde su
trono del cielo, donde seguro que nadie con uniforme de cochero le vino a
cobrar la entrada.
Desde su trono del cielo y, por supuesto, con la espalda bien pegada en el
respaldo.
|
|