Cuando al pensamiento se le pudo denominar consciencia, el hombre empezó
a explicarse a sí mismo a través de ceremonias y rituales, que con
transcurrir del tiempo se fueron haciendo más profundos y sofisticados.
El principio, la naturaleza y el supremo ejercicio de la caza, fueron el
destino y la fuente de inspiración. Los animales poseían un espíritu
que se debía respetar, aún cuando el sacrificio de las bestias sirviese
para cubrir las necesidades alimenticias de todo un clan. Todo estaba
relacionado: la tierra y sus moradores eran una misma cosa. Se pintaba
sobre un trozo de roca el animal que iba a ser cazado, o que se acababa de
cazar, como un tributo a la víctima o un homenaje a quien había cobrado
la pieza. La relación pues entre el animal y el hombre, era dramática,
noble y poderosa. No se mataba sólo para alimentarse; el arte de cazar
era lo que daba sentido a la vida. Un hombre no era tal, si no era
también y sobre todo cazador. Arte y la religión se encontraban fundidos
en un mismo fenómeno.
Los tiempos modernos han modificado por completo el panorama. Ya no es
necesario cazar. Cierto que todavía hay algunos que lo hacen, pero es un
tema que hay que mamarlo desde la infancia y como no lo siento, no voy ha
hablar de ello.
Las carreras de caballos propiamente dichas, nacidas de una apuesta
entre dos nobles, en la Inglaterra preindustrial de finales del siglo
XVIII, suponen la más innovadora e inteligente puesta al día de los
ritos ancestrales. Porque una mañana o una tarde de carreras en un
hipódromo moderno, no es sino la quintaesencia de la cultura moderna: un
prodigio de sensibilidad, un espectáculo único, un deporte magnífico, y
para muchos de los participantes, una forma de insustituible de entender
la vida.
Supongo que llegado a este punto quién más quién menos pensará que
exagero, me he vuelto loco o como poco me he pasado tres pueblos.
Vayamos por partes.
Las carreras de caballos es uno de los pocos acontecimientos (si no el
único) que aglutina todos y cada uno de los elementos fundamentales de
existencia humana. Como ya he apuntado, por una parte es deporte, es por
supuesto espectáculo, utiliza para su desarrollo un espacio amplio y de
base natural, como es una pista de hierba o de arena, supone la simbiosis
ideal de un hombre y un animal en busca de un reto. La estética de la
competición es insuperable, su componente artístico es de primer orden y
ha servido de inspiración y motivo, para innumerables genios de la
pintura, la escultura, la fotografía y muchas otras artes. La emoción
experimentada por quién llega a captar hasta sus últimas consecuencias
la esencia del asunto, no tiene parangón. Para poner en marcha semejante
tinglado, es preciso el concurso de: criadores, mozos de cuadra,
entrenadores, yockeys, propietarios, veterinarios, y un sin fin de
expertos en las más variadas materias. Cada uno de los profesionales
implicados en el asunto, tiene claro, y así lo siente, que esto no es
simplemente una forma de ganarse la vida, sino una forma de vida, que
aunque suene como algo similar, no lo es en absoluto.
Lo que hace único el mundo del turf, es la interrelación entre el
hombre y el caballo, en un fin tan aparentemente simple como es cubrir una
distancia en el menor tiempo posible. Para mí, es la metáfora perfecta:
el ser humano dominando a la bestia, pero con un respeto mutuo, formando
un tandem ideal en busca de la línea de meta. Una batalla con vencedores
y vencidos, pero sin muertos ni humillaciones. Ya lo decía Oscar Wilde:
las únicas cosas que merecen la pena, son aquellas que resultan
completamente inútiles.
Para quien acude a las carreras con una visión similar a la mía, un
día de hipódromo no es solamente una forma sana de pasar el rato. Los
aficionado y los apostantes somos mucho más que meros espectadores del
espectáculo, todo lo contrario, somos los auténticos protagonistas de
este drama. Es nuestra capacidad intelectual para acertar el ganador lo
que da sentido a la competición. Somos, o hemos convertido al viejo
cazador cromagñon, en un apostante. Hemos sustituido la lanza por las
tablas de valores, el arco y las flechas son ahora elaborados métodos
analíticos; acudir al padock para ver el estado de forma de los
cuadrúpedos, equivale a cuando nuestros ancestros atisbaban desde una
colina cual era el animal más débil de la manada, al que debía darse
caza.
Y todo ello supone para el auténtico aficionado seguir un ritual largo
y complejo, casi litúrgico, que comprende múltiples idas y venidas a los
distintos recintos del hipódromo, conversaciones con otros turfistas,
cambios de impresiones, revisión de la carrera recién finalizada en el
video, consulta de las cotizaciones, decisión final de la apuesta. Y el
asunto comienza justo cuando acaba la última carrera del día. Desde ese
momento y hasta el próximo domingo, nuestro aficionado ideal, repasará
la jornada recién finalizada, examinará los errores cometidos,
analizará con detalle los cambios de forma experimentados por los
diferentes ejemplares, amen de muchos otros aspectos. A lo largo de la
semana irá recopilando información, estudiando cada detalle por pequeño
e irrelevante que parezca. Para acudir al fin al hipódromo con el
espíritu de un cazador, perfectamente pertrechado con un programa repleto
de anotaciones, los prismáticos limpios y la mente alerta para captar
cualquier soplo (humano o animal), decisivo para cobrar la pieza.
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Y todo ello, robando tiempo al sueño, a la pareja, a los amigos, o a
antiguos pasatiempos o aficiones que se van arrinconando.
Pero no importa, el verdadero aficionado disfruta hasta la saciedad con
el ritual que supone el acudir al hipódromo con la lección bien
aprendida, y da por bien empleado - acierte o no con el/los ganadores -
hasta el último minuto de su tiempo en desgranar el programa, estudiar a
los contendientes, preparar sus apuestas y, sobre todas las cosas,
convertirse en el único visionario del ganador de una determinada carrera
que otros no pudieron o quisieron advertir.
Y es ahí donde radica una de las grandes virtudes del turf, en que, a
diferencia de otros deportes que se han convertido en un mero espectáculo
visual o en una guerra entre bandas tribales (¡qué cerca están los
aficionados al fútbol de sus ancestros de cromagñon!), el aficionado a
las carreras piensa, razona y entrena su intelecto, porque, demos o no con
el/los ganador/es, también sabemos justificar una mala elección o
apuesta.
En otros ámbitos de la vida, personas que se dedican a hacer
discernimientos similarse a los de los aficionados al turf, son
considerados verdaderos triunfadores de nuestra sociedad moderna (léase
analistas de bolsa), aunque su gran virtud sea la de explicar a posteriori
el porqué de su elección no fue la más acertada o la razón por la que
un valor determinado sufrió un estrepitoso batacazo. A nosotros no se nos
permite eso, por parte de algunos que no participan de nuestros
sentimientos, se nos exige una infalibilidad absoluta, puesto que
justificaciones a posteriori son consideradas meras excusas de mal
perdedor (¡Qué falta de conocimiento de nuestra afición!).
Aunque nuestro favorito haya fallado estrepitósamente, nuestro regreso
a casa no será un viaje lastimero, seremos felices con cualesquiera otros
detalles que a los ajenos a este mundo les parecerían superfluos: una
buena monta, un caballo bien presentado, un remate de finales, una
sorpresa "agradable"; cualquier detalle nos sirve para aguantar
una semana entera sin carreras y para compartir el mismo con personas que
han pasado a ser amigos anónimos bajo un seudónimo que ¿nunca? debería
ser desvelado.
Pero sobre todo seremos felices por haber podido disfrutar de nuestra
afición con personas que, aunque no conozcamos ni hayamos cruzado con
ellas una sola palabra, se convierten en cómplices de nuestra verdadera
pasión, mucho más cercanos a nosotros que gran parte de las personas de
nuestro entorno.
P.D.: PERDONA POR HABERME TOMADO LA LIBERTAD DE DESTROZAR TU
MARAVILLOSO RELATO (SI FUERAS INTELECTUAL LE LLAMARÍAN ENSAYO) PERO NO HE
PODIDO EVITAR LA TENTACIÓN DE EXPRESAR MIS SENTIMIENTOS EN UN MOMENTO DE
BAJÓN PERSONAL.
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