Steeple Chase, la diferencia entre el éxito y la
hazaña
Steeple Chase, cada vez que escucho esas dos palabras me devuelven al
hoy uno de mis mejores momentos del ayer. El Steeple Chase siempre ha sido
una especialidad, nunca una carrera más, pero a principio de los años
ochenta los Steeple Chase de Madrid habían quedado reducidos a una tarea
minimalista cuya dedicación apenas merecía la atención de
histórico-románticos como Juan Campos (con los caballos del Duque de
Alburquerque) y Ángel Hernández, y alguna aparición de leyendas
vallísticas como Juan Vicente Chavarrías y Miguel Alonso... Perdón por
los que no cito, sólo es falta de memoria, no olvido.
Ganar un Gran Premio de Madrid o una Copa de Oro supone alcanzar de
inmediato el éxito, vivir una experiencia única, gozar esa sensación
siempre soñada y que luego nunca se sabe expresar. Queda para el recuerdo
de uno, no hace falta que también esté en las hemerotecas... Pero ser el
mejor en la mejor carrera sólo garantiza el éxito, nunca ser nombrado
héroe. Eso queda para quien logra una hazaña deportiva, y no recuerdo
mayor gesta en nuestras pistas que la protagonizada por Panstate (tordo de
la cuadra Aries entrenado por Ángel Hernández) y Aristóteles (del Duque
de Alburquerque). Juan Campos tenía a dos caballos de Steeple,
Aristóteles y Buen Juego, cuya suerte siempre confiaba al Márques de
Cuéllar y a Reyes, y a los que iba alternando haciéndoles correr un día
a uno y otro día a otro contra Panstate. Así llegamos un glorioso
domingo al Premio Julio Xifra. Panstate, con la monta de Cachi Balcones,
mano a mano con Aristóteles, montado por el entonces Marqués de Cuellar
y hoy Duque de Alburquerque. Esos 4.000 metros a dúo, en los que desde la
grada da la sensación de que los jockeys pueden contarse las mil delicias
de la noche anterior, desembocaron felizmente en la recta final más
emotiva de mi infancia, y aún hoy de mi vida.
Panstate y Aristóteles corrieron a la par con ese galope aparentemente
cansino que tienen los Steeple, calculando los jockeys la estrategia a
cada metro, a cada obstáculo. Hasta llegar al nudo de ‘el ocho’. ‘El
ocho’ era como se conocía el recorrido de los Steeples, trazando dos
diagonales por el interior de la pista, y el nudo del ocho era la
intersección donde a uno le esperan ‘El muro’ y ‘La Ría, los dos
obstáculos más temidos. Es ahí cuando en la grada los padres llaman la
atención de los niños: “Mira, mira... ahora es cuando se pueden caer”.
Nunca se me olvidará cómo el Marques de Cuéllar estuvo dos segundos
derrotado saliendo trastabillado del Muro, con el cuerpo vencido hacia el
suelo llegando a apoyar una mano en el suelo. Nadie como el jinete conoce
la dureza de un steeple, y del mismo modo que un ciclista nunca le negará
su bidón de agua al enemigo en pleno ascenso al Tourmalet, Balcones no
requirió a Panstate y giró su cabeza hacia atrás preocupado por su
rival, su único rival. El Marqués se sobrepuso, la viejas gradas de la
Zarzuela tronaron y la carrera rompió en ese brillante epílogo mano a
mano, golpe a golpe, con Panstate y Aristóteles en una lucha cuerpo a
cuerpo desembocando en la mini-recta que resultaba al superar ‘el ocho’
y volver a la pista. Resultado definitivo: ¡Empate!
Fue algo único. Una gesta, una hazaña. Es distinto al éxito, pero en
ambos casos, siempre queda haber alcanzado la gloria.
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