>Carolina, Corazón, me he entretenido en traducirte y >resumirte
uno de los relatos publicados por el Racing Post la >navidad pasada. Se
trataba de un concurso entre lectores.
>El original era bastante más largo pero ya sabes que siempre >he
sido un poco vaga.
>Te mando un besote y ya me dirás a qué te recuerda.
>Nos vemos el diecinueve.
>
>Amelia.
CINCO LIBRAS
Kevin estaba en esto desde lo de Market Rasen. Su abuelo emigró a
Londres desde Manchester y frecuentaba en Newmarket a un par de modestos
criadores del Norte. Después, su padre, cuando la difícil economía de
un obrero con una familia tan numerosa como la suya tenía algún
sobrante, montaba, pese a su mujer, a los cuatro hijos varones en el tren
y pasaban algunos sábados de verano en Kempton Park o en Windsor y los
otoños, para alborozo del pequeño Kevin, les llevaba a las carreras de
obstáculos en Folkestone, en Market Rasen y hasta en Huntingdon donde en
lugar de grada de general el público como ellos veía las pruebas desde
una ladera de acceso gratuito. Eran días de felicidad. Animaban al
caballo al que decía su padre y jugaban ellos mismos a que eran tal o
cual purasangre y en el viaje de vuelta, agotados, se imaginaban galopando
sobre Sea Bird o Sir Ivor mientras, si le había ido bien, su padre fumaba
y si no, repasaba el programa de mano de la jornada.
Una mañana de tren, a Kevin le colgaban las piernas del asiento
corrido de madera y por el peso de las botas, se balanceaban siguiendo el
propio traqueteo del vagón. Tenía once años y jugaba a cerrar los ojos
hasta perder el equilibrio sin apoyar las manos.
-¡Maldito Kevin! -era lo más que oía de su padre que no levantaba la
vista del “Post” en todo el trayecto.
Y Kevin paraba el péndulo por un instante para dejarlo ir solo una y otra
y otra vez. En una de esas, y en un abrir de ojos vio a cámara lenta
cómo del bolsillo del hombre que tenía enfrente, junto con el pañuelo
salía, un billete de cinco libras que iba a parar al suelo de madera
junto a la pata del banco. Kevin miró instintivamente al hombre, un
irlandés gordo y rosa, de buen aspecto, que charlaba animadamente con
otros dos. Quiso avisarle pero no lo hizo porque su madre les había
adiestrado a no hablar con los mayores; porque era enfermizamente
vergonzoso y porque Kevin tenía miedo. Miedo del dinero porque en su
reducido mundo, todos tenían problemas y todos sufrían y hasta lloraban
por asuntos relacionados con dinero. Miró a su padre, a sus hermanos, a
los demás y otra vez al irlandés. Aparentemente nadie se había dado
cuenta o tal vez disimulaban también. Eran cinco libras, no había duda,
¡cinco libras! El irlandés hablaba de lo que cuestan las cosas con el de
su derecha. ¿se daría cuenta? Estaba allí a la vista de todos, no se
podía confundir con nada, ¡cinco libras!
Pese a su corta edad, Kevin entendía para qué vale el dinero. Lo
había aprendido durante las cenas familiares, en las que los hermanos se
peleaban por la comida y sus padres acostumbraban a disputar sobre precios
y prioridades:
-Primero nos vestimos y luego nos desayunamos - solía decir su madre,
mujer pequeña y severa, luterana ferviente cuya única afición eran las
flores que cultivaba en el minúsculo terreno pegado a la parte posterior
de la casa de ladrillos casi negros en que vivían en Camden Town.
- ¡Maldito Kevin! ¡Deja la pelota! ¡Las petunias...!
Mientras que la frase preferida de su padre era: “ya saldremos adelante”.
El revisor progresaba despacio por el pasillo hacia su compartimiento,
¡cinco libras!, volvió a mirar de reojo al irlandés; seguramente tenía
más dinero, parecía rico y Kevin temeroso de haberse puesto colorado -
¡Kevin! ¿Qué has hecho que estás rojo? - le solía gritar su madre que
le pillaba todas las veces- optó por encogerse y mirar sin ver por la
ventanilla. Olía a comida rancia. Las nubes eran espesas y se figuró que
aplastaban el tren.
En la última, con unos enormes obstáculos que en Market Rasen son
grandes macetones de aligustre, de diez fantasmas que tomaron la salida
entre la niebla, sólo uno fue capaz de acabar las tres millas de barro.
Era el número dos y se llamaba Irish Arrow.
Kevin tardó en reunirse con los suyos.
- ¡Maldito Kevin! ¡Vamos a perder el tren!
El hombre presionó sus manos contra los bolsillos de la gabardina
mientras arrastraba los pies por la hierba, ya húmeda aquella tarde.
Parecía que quería llover y el aire se movía a ras de suelo llevando y
trayendo boletos.
Tirando a grueso, tendría unos sesenta o sesenta y cinco años, unos
cristales anchos en las gafas y un puro en la mano que le duraba, más o
menos, cinco carreras. Siempre iba solo y no hablaba casi con nadie, fuera
de las concisas instrucciones que daba cada carrera a un bookie distinto.
Paseaba continuamente de un lado a otro, y de arriba abajo, lo veía todo
todas las veces, cada día como si ese fuera a ser el último o mejor
dicho, como si fuera el primero. Sus movimientos en los hipódromos eran
tan rutinarios que Kevin los conocía como si fueran los suyos propios o
precisamente porque los había convertido, a la fuerza, en suyos propios.
Kevin ignoraba casi todo de él excepto ciertos rasgos que había podido
ir deduciendo tras dos años convertido en su sombra invisible: era un
hombre triste, tal vez enfermo, que no vibraba con las carreras tanto si
ganaba como si no y sin embargo, era un adicto. Más que un adicto al
juego o a las apuestas, era románticamente adicto a los hipódromos; a
sus olores a hierba pisada, perritos calientes, barro y tabaco; a su
música de altavoz y gritos que empujan caballos y sobre todo, adicto a su
gente: orgullosos propietarios, torvos preparadores, ilusionados
aficionados aferrados a un boleto, modestos mozos que apuestan a
escondidas, brillantes jinetes, pequeños pero grandes cuando galopan y
sobre todos, los caballos. Superiores a los demás en facultades, en
nobleza, en altruismo y en dignidad. Kevin calculaba, por su falta de
aliño y cuidado de la ropa, que su hombre vivía solo; lo suponía
provinciano por su acento; más correcto que educado; moderado, tímido y
con buena memoria. Entre lo que no sabía estaba su profesión y, desde
luego, su nombre pero, agradecidamente, la tarde en que coincidieron por
primera vez en una cola de apuestas en Leicester, le bautizó como Golden
Brave en honor del ganador de una prueba de debutantes al que Kevin había
jugado, desechando su elección inicial, tras escucharle a él pedir sus
boletos.
Golden Brave era un fijo de los hipódromos. No importaba el mes o la
hora, si había carreras cerca de Londres, allí estaba él con su puro,
sus prismáticos, su romanticismo y su gabardina arrugada y allí le
esperaba con disimulo, Kevin. Siempre guardando la necesaria distancia
dado su poco convencional aspecto: alto, flaco, feo, desgarbado y
pelirrojo, una imagen muy poco adecuada para alguien que como él,
dependía de pasar desapercibido.
Le siguió con la vista sin inquietarse. Sabía perfectamente adónde
iba y que disponía de diez minutos antes de que se colocase en la cola
del bookie de apuestas y él hubiera de hacer lo propio dos puestos
detrás.
- Tríos de cinco libras: uno y nueve con el dos, tres, cuatro, seis y
once; uno y dos con todos; nueve con...-la letanía era interminable,
compleja y desordenada y en ello estribaba la oportunidad del aventajado
Kevin, en ordenar, procesar y sintetizar, en segundos, aquellos datos
convirtiéndolos en lo que él mismo denominaba, “la yema del huevo”
- Ganador el uno, cincuenta libras; dos y nueve colocados.
Kevin, consideraba que iba al hipódromo a trabajar y que ese trabajo
consistía en ver sin ser visto y separar la clara de la yema. Golden
Brave, o, para ser más preciso, sus apuestas, eran su materia prima.
Había días mejores que otros pero Kevin, a sus espigados diecinueve
años, ingresaba al final de una temporada, más que su padre en la
fábrica y desde luego, mucho más que el disperso y caótico Golden Brave
que en general, salía perdiendo y por el que, al final del segundo otoño
de asociación secreta, sentía cierta compasión. En numerosas ocasiones
hubiera querido darle las gracias, repartir las ganancias con él y,
entonces, se acordaba Kevin del irlandés sonrosado al que había buscado
con la vista durante años por los hipódromos para devolverle aquellas
cinco libras. Incluso seguía acudiendo puntual a Market Rasen, pero el
irlandés, si alguna vez fue de carne y hueso ya no lo era.
Por entonces, Kevin compartía un maloliente apartamento sin vistas con
dos estudiantes y trabajaba en la estación de metro de Earls Court en el
mostrador de información donde hacía el primer turno, el de las seis de
la mañana.
- Un buen trabajo - decía él- si no fuera por el uniforme.
Por las tardes, frecuentaba la vida de puertas cerradas de los hipódromos
y compartía cerveza y rumores con los humildes del circo equino:
herradores, mozos extranjeros que vivían entre las patas de caballos de
oro y que olían a estiércol y jokeys modestos amargados por la lucha
contra el peso y la falta de oportunidades.
Isaias Seely, se había aficionado a los hipódromos durante la época
en que estuvo destinado en la Unidad de Transportes del Servicio Secreto
Británico en Sudáfrica. Una vida indigna que hubiera deseado poder
olvidar y que ni siquiera justificaba por la obediencia debida. En
aquellos tiempos disponía de tiempo libre y su nivel de vida en
Johanesburgo le permitió ser propietario de una yegua que siempre salía
en cabeza y siempre se dejaba adelantar en los metros finales. Era una
perdedora e Isaías le cogió el cariño que despiertan en las personas de
buen fondo aquellos que lo intentan una y otra vez sin conseguirlo nunca,
acaso porque la yegua sabía algo que Isaías descubriría luego, que da
igual ganar o perder porque nunca pasa nada. De vuelta, en Londres, se
acogió al primer retiro voluntario que ofreció el Foreign Office a
repatriados incómodos y compró un camión y luego otros y montó un
pequeño negocio de transporte de caballos de carreras que seguía a
distancia.
Cada mañana, por un hábito desarrollado en Africa, Isaías madrugaba
y telefoneaba a los conductores para organizar un trabajo que iba solo,
aprovechando para interesarse, también por el estado y las probabilidades
de victoria de los purasangres dada la estrecha relación de sus empleados
con entrenadores y cuidadores de caballos. Después, aunque lloviera,
paseaba hasta Richmond, tras el río, donde visitaba a la pobre Angelina
en su asilo para enfermos de Alzeimer. Angelina vivió con exhuberancia la
irrealidad colonial hasta los últimos meses y cuando Isaías le explicó
que todo había terminado y que el Imperio era una mentira indigna, se
negó a entenderlo y aborreció a Isaías al que siempre había
considerado de una clase inferior, un hombre poco elevado y sin ideales
universales.
- Nunca debería haberse confiado el Imperio a “gente” como tú.
-Llegó a decirle.
En Inglaterra se vino abajo e Isaías tuvo que internarla, primero en el
Hospital Militar y más tarde en Richmond. Isaías estaba poco rato -no
tenía nada que decirle- y a la vuelta, cuesta arriba, más despacio,
Isaías compraba el Racing Post con los pronósticos del día.
La vida de Isaías era un álbum de malos recuerdos que procuraba no abrir
y un presente frío, húmedo sin amigos y sin proyecto. Y entonces pasó
lo de Kevin el fin de semana de Leicester.
Recordar caras había sido la vida de Isaías en el Servicio Secreto. Una
vida durante la que no había hecho otra cosa que desarrollar más y más
una habilidad natural. Había apartado aquellos días de su memoria pero
el músculo permanecía, como un ex-pianista puede olvidar un concierto
pero sigue teniendo oído o un antiguo cirujano conserva el pulso aunque
le de náuseas la sangre. Isaías vio, desde luego, el sábado, al joven
pelirrojo en la cola y le vio el domingo. Le pareció un avestruz -había
cazado muchos en África- ocultando la cabeza y dejando su enorme cuerpo
fuera. Ese mismo domingo, extrañado y divertido se tomó la molestia de
seguirle. El lunes fue a Richmond en metro desde Earls Court y el martes
se entretuvo en hacer un par de comprobaciones. El avestruz se llamaba
Kevin y estaba más solo que él a su edad.
Desde entonces, la vida diaria de Isaías cobró un nuevo brillo. Ahora
tenía alguien que se interesaba por él y decidió ponérselo fácil y
ayudar a Kevin a cambio de su compañía. Orientó durante meses sus
habilidades a analizar las probabilidades de cada caballo. Investigó a
propietarios de caballos, repartió propinas, y mantuvo una pequeña red
de informantes que le permitía un índice de aciertos suficiente como
para mantener el interés de su amigo-avestruz en él. Durante dos años,
Isaías sintió el agradecimiento Kevin, su aprecio y su admiración,
estableciéndose entre ambos una relación de dependencia en la que cada
uno se consideraba más inteligente que el otro.
Las dos mil guineas en Newmarket abren la temporada de primavera del
circo hípico inglés.
Kevin se vistió elegantemente y como los buenos aficionados, estaba con
sobrada antelación, en el anillo de parada. Una ridícula orquestina
amenizaba la entrada del recinto y en la carpa blanca de hospitalidad,
señoras vestidas de boda y caballeros con chistera escenificaban un
trasnochado guión. El viento le pareció a Kevin demasiado frío para
Abril aunque tal vez no lo fuera porque miles de personas fueron
colapsando el antiguo hipódromo.
Ese día Golden Brave no estuvo en Newmarket. Tampoco fue el siguiente ni
a la otra semana y la ausencia, como siempre pasa a los hombres normales,
hizo a Kevin descubrir hasta qué punto le apreciaba.
A las dos de la tarde, Kevin y su padre estaban, con corbata, en la
raída salita de espera de un abogado indio cerca de Barnes Bridge.
- ¡Maldito Kevin! ¿En qué lío nos has metido ahora?
Les informó, tras cuatro folios incomprensibles, que su fallecido
cliente, un tal Isaías Seely, les había legado a partes iguales una
próspera empresa de transportes y a Kevin, además, un manuscrito y unos
prismáticos.
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